martes, 15 de mayo de 2018

Dos


Dicen que la esperanza y el amor transforman al hombre, volviéndolo algo que merece la pena ser llamado como tal. Me dispongo a relatar uno de los momentos en los que fui, aunque sólo por un instante, algo digno de mención.

Ocurrió un viernes de 2001, y la luna, blanca y redonda, pintaba de ámbar las farolas fundidas.

Eran las 4 de la mañana y yo llevaba bebiendo desde las once. No porque disfrutara del sabor del alcohol o porque estuviera celebrando algo, sino porque necesitaba beber. Ansiaba el ardiente beso de la botella en mis labios, el amargo rascar del líquido sobre mi garganta, pero sobre todo, ansiaba esa sensación de desapego, esa dulce promesa de unas horas en blanco, esa invitación a alejarme de una vida pesada y agónica. En definitiva, ansiaba olvidar, y parecía que, al menos durante esa noche, lo había conseguido. Me equivoqué de plano, y doy gracias por ello.

Volví a verla. Más adulta, menos etérea, pero igual de bella, si no más. Estaba en un garito del centro, apoyada en la barra.

Me sorprendió que me reconociera, pues poco quedaba del niño que la vio por primera vez. Las novelas ya no eran para mí promesas de universos nuevos y hacía siglos que no sentía el impulso de pasar páginas. Mi amor por las historias se había consumido, ahogado por una vida de fechas de entrega, trabajos urgentes y obligaciones insulsas. Estaba convencido de que jamás volvería a soñar y, sin embargo, ahí estaba, hablando con una fantasía, la más hermosa que había visto en toda mi vida.

Recuerdo su aroma, aquel perfume de flores y tinta, de polvo y mentiras. El olor a novela.

Aquella visión duró poco, pues tras apenas un suspiro, desapareció entre las luces del alba.

Esa fue la última vez que necesité beber. Juré que consagraría el resto de mi vida a ella, que la hallaría de nuevo y que cuando lo hiciera, sería lo suficientemente capaz de declararle mi amor.

Y lo hice, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
Estudiante de Filología Hispánica