sábado, 29 de abril de 2017

Quédate

Ella observó a través de las ventanas rotas y sucias cómo los globos que lanzaba todos los días hoy volaban también.

Se sentó en un viejo taburete de madera. Contempló su habitación. Se encontraba en el tercer piso de un edificio viejo y ruinoso, como todos los que estaban en esa “ciudad”. Por dentro no se daban mejores características que fuera: el aire que se respiraba no parecía puro para nada y olía a humedad por todo el edificio. Cualquier movimiento producía eco pese a la basura que estaba tirada por el suelo. Todo estaba completamente vacío. La calefacción llevaba un buen tiempo sin funcionar y lo único que calentaba la sala era la luz natural. La habitación tenía las paredes de color rosa mientras que el suelo era de color negro. Casi a punto de salir ya por la puerta, vio un sillón rojo que no recordó haber visto nunca. Todo lo que se encontraba dentro del edificio estaba cubierto por polvo o suciedad, pero el sillón no lo estaba ¿sería nuevo? El día no le iba a ir bien si se quedaba tumbada, así que rápidamente desvió su mirada.

Cuando Rosa salió a la calle tan solo tuvo que dirigir su mirada hacia la izquierda para ir al lugar que deseaba. Era un cine ruinoso, con un cartel que pedía a gritos que le tirasen de una vez de esa sucia y vieja fachada. Volvían a emitir hoy la misma película de siempre: El cielo es un lugar en donde Nunca Jamás ocurre. Rosa sabía que había visto esa película alguna vez, pero no recordaba nada de ella y por eso quería volver a verla. Esperaba que alguien llegase con la película. Esperó, pero fue inútil. No podía reprimir el deseo de que el maldito coche que nunca hizo nada porque estaba desguazado, hoy, funcionase.

Tras unos minutos de contemplación y reflexión, siguió su camino. Había olvidado por qué estaba ahí, por qué todos los días tenía que hacer lo mismo, por qué estaba sola.

Al levantarse vio, un día más, cómo era su zona. Tres filas de edificios viejos y ruinosos y una valla transformaban en un corralito el lugar donde se encontraba. No sabía cómo era posible que alguno de los edificios no se hubiera caído todavía. A su alrededor había estatuas, sillas y mesas propias de un restaurante, y más basura.

Subió de nuevo a su edificio. En el segundo piso sonaba un viejo tocadiscos. Las canciones eran antiguas, y aunque no le hacía mucha gracia el género de estas, le gustaba escucharlo. Le recordaba buenos tiempos, cuando ella no estuvo nunca ahí.

Llegó la noche. Un buen presentimiento le hizo bajar las escaleras del edificio con ilusión.

Volvió a ver el cine, la basura, los edificios ruinosos, todo lo anterior, pero de una manera ordenada. De hecho, el coche desguazado pasó a estar tuneado. Tenía pintado un paisaje celeste: el mismo cielo. Ángeles alegres con instrumentos, nubes, etc. Sí, debería de ser el cielo. Pero Rosa ni siquiera se fijó en eso. Se le encendió el corazón porque alguien tenía que haber movido todo. Creyó por un momento que se encontraría a quien lo hizo.

Las luces del cartel del cine se encendieron en ese momento.

Tres personas aparecieron en la puerta principal del cine. Rosa las reconoció al instante. Eran sus amigas. Siempre fueron amigas, pero un día desaparecieron. Fueron las únicas amigas de Rosa. La verdad es que había pasado tanto tiempo de su último encuentro que ni ellas se acordaban de cuándo fue la última vez que se vieron.

No se dijeron nada entre ellas. Solo sonrieron y rieron mientras bailaban.

El reloj marcó las once y once de la noche.

Empezó a nevar. La calle se llenó de personas vestidas totalmente con un traje blanco. Aparecieron de la nada. Todos estaban quietos y tranquilos, como estatuas. Miraban cómo las cuatro chicas bailaban y reían juntas. Mientras tanto, los atuendos ordinarios de las cuatro chicas cambiaron por unos más elegantes.

Vieran o no al resto de personas, el caso es que las ignoraban. En aquel mismo momento ella ya no se preocupaba por nada. Se encontraban las cuatro de nuevo, tras un gran tiempo. Tal vez fuese eso lo que celebraban.

Después de unos segundos, el cine se iluminó por dentro. Sus puertas se abrieron. La calle se llenó de luz. La persona que abrió el cine era alguien vestido de negro, al contrario que el resto. Desapareció al abrir la puerta, ni siquiera dio tiempo a que las chicas pudieran verlo.

Para ver la película con sus amigas, las cuatro chicas entraron corriendo, cogidas de la mano. Corrían con una sonrisa en sus rostros. Rosa no podía creer que, tras tanto y tiempo y además con su gente, podría ver al fin la película. No le importaba nada más en ese momento que poder ver la película con la que soñaba con las personas que más quería.

Del bolsillo de Rosa cayó una bellísima rosa sin espinas que creía haber conservado desde el día que nació.

Las puertas del cine se cerraron inmediatamente después de que las chicas entraron. Los hombres vestidos de blanco también desaparecieron en ese instante. Las luces de la fachada del cine, todas al unísono, se apagaron un tiempo después.

La calle quedó sumergida en un color negro increíble.

Dentro del cine Rosa se detuvo y se quedó totalmente quieta en el pasillo. Sus amigas la miraron sin que ella dijese una palabra. Sus ojos lo decían todo. Se sentía mal con ella misma, tanto tiempo en ese infierno… ¿lo echaría de menos?, ¿una película vale tanto la pena como para haber renunciado a todo lo anterior?

En ese momento pensó en el día que había vivido. Si no se detuvo cuando pudo haberse tumbado en un sillón, si tuvo la oportunidad de comer exquisiteces y no lo hizo para seguir con su destino, ¿por qué se iba a detener ahora?

Sonrió a sus amigas y siguieron su camino.

Tan solo había una puerta con el cartel de la película. A Rosa se le hizo raro verse a ella misma en el cartel. Como sea, las cuatro entraron.

En ese momento las luces de dentro del cine se apagaron. Todo se quedó a oscuras, excepto la sala de la película.

Ahora sí, por fin Rosa se dio cuenta del sentido de todo. Encontró una razón a todo en el mismo momento en el que vio el mismísimo y bellísimo cielo. Sus amigas dieron las gracias a Rosa porque las había protegido durante su vida. Ahora habían sido ellas las que habían ayudado a Rosa a llegar a su feliz destino. ¿Es que acaso hubiese llegado Rosa al cielo sin ellas?, ¿y hubiesen ellas llegado al cielo sin Rosa?

Las cuatro lloraron de alegría y bailaron de nuevo, ahora en el cielo.

Durante el tiempo que había pasado en ese lugar tan siniestro, Rosa pensaba que, ojalá, nadie tuviera que sufrir jamás algo similar. Ahora, sin embargo, desea que todos puedan pasar por lo mismo que ella vivió, para que todas esas personas se demuestren a ellas mismas que vale la pena quedarse.

Andrés Aparicio
Bachillerato