viernes, 29 de enero de 2016

Bestia malvada

El niño observó los ojos de la bestia.

La bestia observó los ojos del niño.

Durante un breve momento un nuevo mundo fue creado. Un mundo en el que solo existían dos seres, un mundo único formado por un humano y un tigre. No había depredador o presa. Por no existir, no había espacio o tiempo. Era un mundo formado por dos existencias, ajenas entre ellas, desconocidas la una a la otra, en el que solo existía curiosidad.

Ese mundo, ese tiempo imaginario, fue destruido abruptamente por el chillido de una madre aterrada al descubrir un colosal felino ante su preciado hijo. Segundos después, el caos se desató.

Gritos, rugidos. Llanto.

El estruendo alertó a toda la aldea. Los hombres se apresuraron al lugar donde se hallaba la mujer. No habían pasado ni un par de minutos, pero ya era tarde. La escena les sobrecogió.

Allí estaba el niño, llorando, observando la selva atemorizado. Tenía la mirada perdida y un horror profundo podía vislumbrarse en sus pupilas. Había girones de ropa destrozada y restos de piel y sangre por todas partes, algunos sobre el pequeño, pero no había rastro de la madre.

-¡El demonio! -gritó uno de los hombres más jóvenes-. ¡Ha vuelto el demonio!

Tras escuchar estas palabras que ninguno de los más experimentados se había atrevido a pronunciar, por temor, el resto de hombres miró hacia el suelo con una expresión extraña en sus rostros. Recuerdos dolorosos habían resurgido en sus mentes, recuerdos que querían olvidar y casi lo habían conseguido.

-Ya os lo dije -advirtió otro de los hombres-. Ese niño está maldito. Hace cinco años fue su abuelo. Hace cuatro años, su padre. Y ahora…

-¡Cállate! -interrumpió un hombre robusto-. Mi sobrino no tiene culpa de nada. Solo tiene seis años, ¿cómo podría ser culpable de este desastre? Además, no solo mi familia ha sufrido pérdidas. Prácticamente todos aquí enterramos a alguien por culpa del demonio. A algunos ni siquiera hemos tenido el lujo de darles descanso.

El hombre dejo de hablar, se acercó al chico y lo abrazó con fuerza. Momentos después el niño dejó de llorar y, probablemente debido al shock y al agotamiento mental, perdió la consciencia. El hombre robusto, su tío, aflojó su abrazo. Era consciente de que el pequeño no volvería a ser el mismo.

-Perdóname -susurró al chico que descansaba en sus brazos-, pensé que estaba muerto. Todos nosotros pensábamos que estaba muerto. Fue nuestra culpa.

Él se levantó.

-Preparad a los hombres -dijo en tono autoritario. Una expresión de ira extrema se mostraba en su rostro-. Nos vamos de caza. ¡Es hora de mandar a ese demonio al inframundo!

-¡¡¡Uohohoho!!!

El resto de hombres empezó a gritar, cada vez más alto. Tras los gritos de éxtasis, clamaron maldiciones.

-Padre, hermano, cuñada -pensó mirando hacia la selva-. Es hora de la venganza.

Fernando García Caraballo
Ciclo Formativo de Grado Medio


jueves, 21 de enero de 2016

Éxtasis de una tarde

Esos momentos en los que te sientes insignificante, ligero, como una pluma arrastrada por el aire. O como el toldo de una terraza moviéndose a voluntad del viento. Como una hoja vieja, mustia y seca cayendo de un árbol joven. Escondido bajo un flequillo de emociones, con miedo a que la realidad que intentas plasmar en una hoja de papel te abofetee por no retratarla como se merece.

Contemplando la calidez del color naranja de un atardecer, proyectando sombras alargadas y extrañas, con el contraste de unas nubes grises color tristeza y un cielo color blanco soledad. El horizonte que captan mis ojos no es plano. Formas de edificios y figuras de almas dibujan el fondo de mi retina. El cálido y espeso vapor de una chimenea se funde con el viento, como dos enamorados que se unen en cuerpo con una sola caricia y en alma con una simple mirada.

Pensamientos y pensamientos se solidifican en lágrimas que vuelan hacia abajo para tener un fatal accidente al intentar aterrizar con cuidado en el aeropuerto de mi cuaderno. En mi pantalla del ordenador están mis recuerdos junto a una persona, ya casi desconocida. Están guardados en la carpeta de “sueños rotos” y me decido a tirarlos en la papelera de “olvido”. Qué fácil es olvidar cuando eres una máquina. Si los humanos tuviésemos un botón de reseteo en nuestro cerebro a lo mejor mañana por la mañana me levantaría y en su WhatsApp aparecería un “Buenos días, princesa” o un “Hola, qué tal” a ese delincuente que mató a un ser querido ayer por la noche.

El anaranjado del atardecer ha terminado y deja paso, con alfombra roja, a la mismísima realidad. Cada objeto con sus colores y tonalidades correspondientes, indiferentes a mis ojos. Siempre necesitamos de personas que pinten nuestra realidad con sus colores para que podamos apreciar de verdad lo bonito que puede llegar a ser el mundo, que realmente son tonos de grises y blancos.

Terminada la música, termina mi éxtasis de una tarde tibia de otoño.

Nacho Sanz
1º Bachillerato


viernes, 8 de enero de 2016

El fresno

Uno de los últimos días de septiembre dos profesores paseaban por los jardines de su colegio mientras observaban el particular desfile otoñal que brindaban los árboles a la naturaleza. Los maestros admiraban los destellos rojos de los robles, se enorgullecían del solemne y eterno verdor de los pinos y alababan el revoloteo, similar a un suspiro, de las hojas caídas. Sin embargo, entre aquel extinto paraíso los profesores detuvieron sus ojos en un árbol que, melancólico y solitario, les regalaba su extraordinaria belleza.

Luis, que así se llamaba uno de los docentes, le dijo a su acompañante:

-Fíjate, Ramón, en ese fresno. Reviste con sus coloridas hojas nuestras vidas, acapara los sentimientos y nos advierte, nos advierte de la llegada del invierno. Resulta un árbol curioso.

Ramón, profesor de matemáticas, apuntó con una aguda y escéptica sonrisa:

-Es un árbol sin más.

Luis se volvió sorprendido hacia él y le miró fijamente. Luego, con paciencia, comenzó a explicar:

-El fresno se rodea de una aureola especial. En un sacrificio muy singular se desnuda y queda expuesto a las inclemencias de la nieve y el viento únicamente para anunciar: ¡cuidado, que viene la fría estación del invierno!

Ramón escuchaba con gesto displicente y soberbio. Aunque no quería reconocerlo, aquel fresno le atraía de una manera extraña y era incapaz de despegar su mirada de él. Luis continuaba hablando.

-Las hojas amarillas provienen del gesto altruista del fresno. Y de esa manera, en sus últimos días, a este árbol le circula una atmósfera bella y sobrenatural.

-Igual que a las personas -murmuró Ramón, que no había logrado soportar la atracción que sobre él ejercían el fresno, el otoño y las palabras de Luis.

-¿Qué dices? -preguntó el otro.

-Nada, nada -susurró Ramón en un tono casi inaudible.
Ambos profesores permanecieron contemplando el fresno, casi extasiados. Luis interrumpió el silencio:

-Pero no te preocupes amigo, volverá alegre la primavera. El fresno lucirá de nuevo la juventud y la belleza que ahora pierde. Sí, retornarán los cantos y el humilde sacrificio de este árbol se verá recompensado.

Dicho esto, Ramón y Luis se fijaron por última vez en el fresno y, tras un momento de vacilación, regresaron a clase.

Julio Romano
1º Bachillerato