jueves, 10 de diciembre de 2015

Quizás sea cierto

Dicen, y es verdad, que solo el amor y la rabia hacen del hombre algo que merece la pena ser llamado como tal. Me dispongo a relatar los momentos en los que fui, aunque solo durante un periodo efímero, algo parcialmente cierto.

Ocurrió una tarde de 1994 y el mundo, como tenía ya por costumbre, se esforzaba por no sucumbir ante el próximo invierno.

Yo cedía mi alma y mi tiempo a una novela de Zafón, de esas que te llenan la memoria de ideas, el corazón de sueños y el estómago de rabia contenida. Dejaba correr las horas, contento de perder mi tiempo y mi vista ante la susodicha novela cuando escuché que mi madre me llamaba con ese tono de urgencia y compostura reservado a las visitas. Me levanté de mi rincón de lectura, mi mecedora, y casi llorando por dentro aparté la vista de la novela y me recompuse la ropa, intentando sin éxito alejar mi apariencia de un personaje de Lovecraft. Abrí mi habitación con la sensación que tendría un profanador de tumbas al entrar en un sarcófago cerrado siglos atrás. Esperaba que, como siempre que había visitas en casa, mi madre hiciera el papel de anfitriona, relegando toda mi participación a un saludo cortés y a una sonrisa forzada a medias antes de volver a mi novela, esgrimiendo, por supuesto, una excusa medianamente creíble. Y, sin embargo, nunca me sentí tan feliz de cometer un error, pues al fin y al cabo, fue esa visita la que me hizo ser por un momento algo digno de mención.

Ante mí se encontraba la criatura más bella con la que jamás podría haber soñado y eso, viniendo de alguien cuyo mundo se encuentra a medio camino entre Sykem, Narnia y la Comarca, es mucho decir. Aún ahora, años después, no sabría decir si aquel ser era real o la más perfecta de mis fantasías. Tendría más o menos mi edad, aunque no me hubiera sorprendido de que fuese eterna, pues la belleza dura mil vidas habitando siempre en los corazones ajenos. Sus ojos, de un color marrón apagado, eran tristes y a la vez tan atrayentes como el último acto de Romeo y Julieta. Tanto es así que no pude fijarme en nada más en todo el tiempo que pasé con ella, aunque para mí todo el tiempo del mundo habría pasado como un suspiro. Nunca me dijo su nombre y yo no tuve el coraje de mirar a otra parte que no fueran sus ojos, pero lo que sí recuerdo es que, en ese instante, me enamoré de ella y que me juré que volvería a encontrarla. Y así fue, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
2º Bachillerato



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