miércoles, 23 de diciembre de 2015

Gunnar Gunnarsson, "Adviento en la montaña"

Traducción Teodoro Manrique Antón, Ediciones Encuentro, Madrid, 2015.

Adviento en la montaña es la primera obra del islandés Gunnar Gunnarsson que se traduce al español. Fue publicada originalmente en Alemania en 1936, país en el que, junto con Estados Unidos, goza de gran popularidad; al año siguiente apareció en danés, y en la lengua natal del autor en 1939.

La historia es bien sencilla. Un pastor, Benedikt, acomete su tradicional aventura, que comienza el primer domingo de Adviento, para salvar de la nieve a las ovejas extraviadas y que están destinadas a una muerte segura en el invierno que comienza. Acompañado tan solo de su fiel perro y un carnero manso, se adentra en las heladas montañas del noroeste de Islandia.

El lector desprevenido esperaría encontrar un relato típico de esfuerzo y lucha contra una naturaleza extrema, con un protagonista que resuelve las dificultades gracias a su fortaleza y experiencia… No es un relato de aventuras, sino un viaje interior, en íntima armonía con la creación.

Desde las primeras líneas, Gunnarsson se hace con el lector. Sencillamente, le hace presenciar lo que está sucediendo. Sobra describir a los personajes: realmente se ven en sus actos, en sus palabras, siempre breves. En cambio, no tiene reparos en presentar ampliamente la naturaleza helada y las cambiantes tonalidades de la luz fría del invierno, los pasos altos y los collados batidos por la ventisca y las tormentas que sepultan la luz del escaso sol del invierno islandés.

La naturaleza es un personaje más, un ser vivo con el que Benedikt se relaciona verdaderamente. Es uno de los grandes aciertos del relato: la defensa de la naturaleza desde el amor por la tierra, sin discursos, desde la felicidad del que ha encontrado su sitio. “Sintió una paz plena, una certidumbre que se extendía hasta lo más íntimo de su alma, que todo lo abarcaba, una paz infalible. Al fin había llegado a su rincón predilecto”.

En todo el relato late una intención poderosa: el sentido de la encarnación. En esta nuestra época tan racionalista, donde lo objetivo exterior, no es fuente de conocimiento, Gunnarsson nos regala un relato donde lo real -vecinos, el perro fiel, las montañas, un buen abrigo, la luz del amanecer…- da felicidad. Transparentan esa sencilla dicha los personajes que viven en armonía con la naturaleza, no así los interesados y egoístas. Aquellos traslucen una vida en paz: el sosiego de la verdad.

Quizá se puede destacar, por último, el sentido trascendente, en absoluto moralista o esquemático. También aquí esa verdad en la relación con un Dios cercano y personal, aporta grandeza al relato. Aparece aquí el sentido de la vida como misión, sin razonamientos teológicos, sino fruto de la experiencia, por lo que se revela como misterio. Benedikt no afirma, se pregunta: “¿No está ahí el enigma, en el hecho de que la fuerza creadora viene de dentro, de la negación de uno mismo, y en el de que toda vida que no es sacrificio no es más que una forma de injusticia que nos aboca la destrucción?”.

Francisco Andrés del Pozo
Licenciado en Filología Hispánica


jueves, 10 de diciembre de 2015

Quizás sea cierto

Dicen, y es verdad, que solo el amor y la rabia hacen del hombre algo que merece la pena ser llamado como tal. Me dispongo a relatar los momentos en los que fui, aunque solo durante un periodo efímero, algo parcialmente cierto.

Ocurrió una tarde de 1994 y el mundo, como tenía ya por costumbre, se esforzaba por no sucumbir ante el próximo invierno.

Yo cedía mi alma y mi tiempo a una novela de Zafón, de esas que te llenan la memoria de ideas, el corazón de sueños y el estómago de rabia contenida. Dejaba correr las horas, contento de perder mi tiempo y mi vista ante la susodicha novela cuando escuché que mi madre me llamaba con ese tono de urgencia y compostura reservado a las visitas. Me levanté de mi rincón de lectura, mi mecedora, y casi llorando por dentro aparté la vista de la novela y me recompuse la ropa, intentando sin éxito alejar mi apariencia de un personaje de Lovecraft. Abrí mi habitación con la sensación que tendría un profanador de tumbas al entrar en un sarcófago cerrado siglos atrás. Esperaba que, como siempre que había visitas en casa, mi madre hiciera el papel de anfitriona, relegando toda mi participación a un saludo cortés y a una sonrisa forzada a medias antes de volver a mi novela, esgrimiendo, por supuesto, una excusa medianamente creíble. Y, sin embargo, nunca me sentí tan feliz de cometer un error, pues al fin y al cabo, fue esa visita la que me hizo ser por un momento algo digno de mención.

Ante mí se encontraba la criatura más bella con la que jamás podría haber soñado y eso, viniendo de alguien cuyo mundo se encuentra a medio camino entre Sykem, Narnia y la Comarca, es mucho decir. Aún ahora, años después, no sabría decir si aquel ser era real o la más perfecta de mis fantasías. Tendría más o menos mi edad, aunque no me hubiera sorprendido de que fuese eterna, pues la belleza dura mil vidas habitando siempre en los corazones ajenos. Sus ojos, de un color marrón apagado, eran tristes y a la vez tan atrayentes como el último acto de Romeo y Julieta. Tanto es así que no pude fijarme en nada más en todo el tiempo que pasé con ella, aunque para mí todo el tiempo del mundo habría pasado como un suspiro. Nunca me dijo su nombre y yo no tuve el coraje de mirar a otra parte que no fueran sus ojos, pero lo que sí recuerdo es que, en ese instante, me enamoré de ella y que me juré que volvería a encontrarla. Y así fue, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
2º Bachillerato



jueves, 3 de diciembre de 2015

Corazón de luz y ruido

Antes de nada, quiero que sepas que te quiero. Tú me acogiste, te mostraste tal y como eres y por eso me acabé enamorando.

Pero necesito que sepas algo. Echaba de menos compartir el silencio mientras paseábamos, el dejar que la naturaleza hiciese su aportación. También me moría por decirte que toda la luz que emite tu innegable belleza, me obligaba a despedirme de las estrellas, siempre presentes pero apagadas.

Esto no es un “para siempre”, simplemente es la promesa de dos buenos amigos de volver a verse, olvidando aquello que los separó. Porque recuerda que antes del amor, nos unió la amistad, capaz de unir dos almas solitarias.

Contigo he vivido momentos de gran pasión, de insufrible tristeza, y eso mi corazón jamás lo podrá olvidar. Esas cicatrices ya forman parte de mí. Bien sabes cómo soy, cómo pienso. Jamás ninguna otra podría haber hecho que te traicionara. Después de ti, sólo la soledad quedará para ahogar mi sufrimiento.

Tu luz y voz no pueden ser más hermosas, pero a la vez bloqueaban a mi encerrada imaginación, que gritaba desesperada por volar con el viento entre las palomas. Te quiero y siempre te querré, pero el tiempo me ha mostrado la ceguera que acompañaba a tu pasión, y no puedo vivir con ella; aunque sea de tu mano.

Adiós a la que será siempre la ciudad que enamoró a un artista.

Víctor Ortego
Estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual


martes, 1 de diciembre de 2015

Con el pelo en llamas

Con el pelo en llamas conocí a esa niña. No empezamos con buen pie pero pronto la tranquilidad nos conquistó. Pasamos del humo de frambuesa que no dejaba ver nuestras verdades, al muro donde clavamos nuestras inquietudes e ideologías. Un muro resguardado por una pantalla.

Con el pelo en llamas la vi. Y al verla por dentro supe sentir la bonita poesía que embaucaba sus días y noches. Al mirarla bien, con detenimiento, pude reconocer que sus pecas, juntas, formaban un milagro llamado sonrisa sobre un fondo blanco.

Con el pelo en llamas la comprendí entre jocosas risas y sinceras realidades. Supo enseñarme la relajación y naturaleza con la que hay que tomarse la ruptura de un corazón ilusionado. Con amistad me aconsejó. Y con amabilidad me regaló un objeto vulgar pero mágico para un guitarrista, una púa.

Con el pelo en llamas cantamos. Su dulce timbre acarició mi rota voz. ¡Qué arte!

Con el pelo en llamas, ahora, la admiro. La observo y noto que una parte de mi quisiera adoptarla en mi vida. Creo que sólo con mirarme sabe qué me ocurre. Perdidos en un mar de bromas y hundidos en un charco de momentos inolvidables, nos une una amistad forjada en no mucho tiempo.

Con el pelo en llamas la conocí. Con el pelo en llamas la conozco. Por favor, nunca me separen de ella.

Aarón Toral
1º Bachillerato