jueves, 26 de marzo de 2015

La soledad del asfalto


¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!
Gustavo Adolfo Bécquer


El policía ya retirado solía levantarse tarde, pues se pasaba las horas de la madrugada escuchando la radio del Cuerpo de forma clandestina. Era incapaz de olvidar aquellos sonidos y los números convertidos en códigos que resumían un asesinato, un robo o un atraco. Tantos años de trabajo nocturno dejaban huella.

Pero aquella mañana el ruido de la calle lo despertaría sin remedio. Los pitidos de los coches se metían por entre las mínimas rendijas de la habitación. Se dio la vuelta con la intención de continuar con su sueño. Nuevos pitidos. Enrolló el almohadón sobre su cabeza para esconder las dos orejas. El claxon del autobús atravesó la gomaespuma sin problemas. Gruñó e insultó a todo aquel que madrugaba y se exasperaba a esas horas de la mañana. Siempre había sido un lugar tranquilo donde la circulación no se detenía más de lo que el semáforo de abajo ordenaba.

Por fin se levantó con los ojos endurecidos por el sueño. Se había enfadado. Incluso hizo un amago de coger la vieja escopeta de caza. Mala idea. A esas horas y sin dormir no razonaba con lucidez.

Subió la persiana con brusquedad, lo cual provocó que bajara casi hasta la mitad otra vez. Un nuevo pitido se clavó en su mente, acompañado de un “hijodeputa” tan rápido que sonó como una sola palabra. Luego un “cabróóón” con triple acentuación. Este provenía de otra boca. Ahora una mujer increpaba con algo más de educación. “¿Nos hemos dormido, imbécil?”.

La escena que el policía jubilado contempló desde su primer piso se podía resumir en pocas palabras. De los dos carriles, uno estaba ocupado, justo el que servía para girar cuando aparecía el color ámbar. Un viejo Renault 12 amarillo, casi blanco por el paso del tiempo, se había detenido. El conductor estaba medio inclinado hacia la radio y no le interesaba nada de lo exterior. Parecía buscar las emisoras muy despacio.

-¡Desgraciado! ¡Sal de ahí!

Otro coche giraba en el último momento para cambiar al carril central y sobrepasar al culpable del atasco. El copiloto lo amenazó con el puño en alto mientras surgía del cielo un nuevo grito.

-¡Que alguien llame a la policía!

Esa voz era reconocible. La vecina de arriba siempre se había llevado mal con él y pretendía molestarlo con aquellas palabras. Entró dentro y se fue a por la ropa. La justa y necesaria para tapar el pijama que no se quitó. Más pitidos le hicieron arrugar el ceño. Había un desquicio en el ambiente que se había colado en su propia casa.

Bajó las escaleras de dos en dos. Seguía en forma, no había duda, pues tardó poquísimo en alcanzar la calle. Otro claxon con voz aguda e intolerante. Un camión se había quedado atascado e intentaba subirse a la acera mientras esquivaba los pivotes de hierro. Más palabras malsonantes y con una fuerza tremenda. Por suerte, el paso no era para peatones y pocos estaban cerca de allí como para correr peligro.

El hombre del Renault seguía inmóvil. Menuda sangre fría, pensó el policía. El problema es que ahora debía esperar a que pasara el camión. Más pitidos añadidos.

-¡Desgraciado, mamón, imbécil, hijo de puta, cabrón!

Todo eso salía de la boca del camionero. Había movido algo el semáforo con el parachoques de delante. Frenó y un silbido escapó por entre las ruedas. El hombre bajó con los puños cerrados. Su furia le encogía los labios y agachaba sus cejas.

-¡Alto ahí! -le gritó con todas sus fuerzas el viejo policía.

No podía permitir que se cometiera un delito delante de su casa. Corrió hacia él y lo detuvo justo cuando abría la puerta del Renault amarillo. Detrás había ya una fila interminable de pitidos insistentes. Nadie podía moverse ya, ni por un lado, ni por otro. Los pitos de los coches sonaban de forma ininterrumpida.

-¡Soy policía! ¡Apártese!

Aunque no pudo enseñar una placa, estaba tan acostumbrado a ser lo que había anunciado que el camionero no lo dudó. Este se quitó de en medio para observar con cara de pocos amigos al hombre inclinado sobre la radio. Le insultaría cuando viera su cara. Un bocinazo de autobús sonó a lo lejos. El viejo policía abrió la puerta del Renault amarillo.

-¿Qué sucede? ¿No ve la que ha armado? -le preguntó al conductor que continuaba agachado.

Un hombre mayor de escaso pelo blanco cayó al suelo al perder el apoyo.

-Imbécil, gilipollas, cabrón -añadió el camionero según vio el rostro amarillo del anciano.

-¡Dios! ¿No ve que está muerto? Ha fallecido entre insultos -corroboró el viejo policía.

No hubo ningún silencio ni ningún respeto. Los estruendos de los pitos y bocinas que inundaban ya tres o cuatro calles impedían cualquier recogimiento por el difunto. Aún sonaban insultos entre medias del enorme ruido.

-Y digo yo… habrá que quitar el coche para que aparte mi camión. ¿No?

Julio César Romano
Escritor





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