miércoles, 14 de febrero de 2024

Huevos fritos con tomate


¡Oh qué placer más grato!
¡Ante mí un gran plato!

El aroma del alimento deleita mi pituitaria,
su vista activa mis glándulas salivales.
Aproximo mi tenedor de forma precaria.
¡Estos huevos con tomate son geniales!

De forma decidida tomo el pan,
entonces lo parto con gran afán.

Cuidadosamente lo hundo en la yema del huevo.
Mirad cómo fluye, mirad cómo rebosa.
La yema se rompe y con ímpetu lo pruebo.
Chicos, creedme, como esto no hay ninguna otra cosa.

El tomate se funde con el líquido dorado:
mi plato se convierte en un lienzo pintado.

La yema, del color del sol de la mañana,
se funde con un tomate como el rubí.
Los colores quedan como los de España,
aquella tierra donde yo un día nací.

La clara, en cambio, con su textura,
deleita mi paladar de la forma más pura.

Finalmente se detienen mis molares.
He terminado este plato de magnates.
Sin duda, uno de los mayores manjares,
huevos fritos con tomate.

Luis Guillermo Peinado Justiniano
Estudiante de Bachillerato



jueves, 25 de enero de 2024

El señor Spiegel

El señor Spiegel se levantó mecánicamente a las siete y media de la mañana, como sacudido por una descarga eléctrica. La señora Spiegel, entre el sueño y la realidad, al notar la ausencia de su marido, arrastró hacia sí la sábana que acababa de ser liberada por el señor Spiegel. Ronroneó y siguió durmiendo.

Ludwig era un hombre terriblemente ordenado. Su rutina matutina comenzaba con unas abluciones de agua gélida. Acto seguido, rezaba sus oraciones de la mañana, laudes y todo tipo de letanías varias. Encendía el gramófono del salón, y, mientras fumaba su pipa repleta de Davidoff, escuchaba respingado en su sillón la Pasión según san Mateo. Aunque admitía no saber absolutamente nada de música clásica, para muchos elitista, ese momento introspectivo era lo más significativo de su día a día. Con el tiempo, dependía más de la Pasión que del tabaco.

A las nueve preparaba el desayuno. Trataba los huevos fritos como un orfebre acrisolando un exquisito diamante. Mientras la cafetera zumbaba, el señor Spiegel fue a despertar a su familia. La señora Spiegel ya estaba levantada. Leía recostada sobre la cama la novela que le regaló las Navidades pasadas su prima Bernadette. Seguía sin poder avanzar más allá del segundo capítulo. Ese día quiso despertar a sus hijas personalmente. En cuanto corrió las cortinas, salieron de entre las sábanas como topos de su madriguera. El señor Spiegel las había educado manu militari, y a los cinco minutos la familia Spiegel se encontraba reunida al completo en la cocina.

Hablaron de la subida del precio del trigo debido al frío invierno y la obra de teatro que verían representada aquel fin de semana. Besó a su mujer, abrazó a sus hijas y cogió su maletín verde olivo. Sin demora, se puso en camino hacia el campo. Su monótono día transcurría entre una cámara y otra preparando dosis letales de zyklon b para las masas de judíos que llegaban de todos los rincones de Europa.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato




miércoles, 20 de diciembre de 2023

Una última conversación

Marta cruzó la gran verja oxidada y se sentó en el saliente de la acera que daba a la carretera. Sacó el móvil del bolsillo: eran las 18:41. Se puso sus cascos azul oscuro y los conectó al móvil. Empezó a toquetearlo con calma hasta que por fin empezó a sonar su playlist favorita.

«Siempre he odiado vestir de negro. Es un color aburrido y monótono, es como transmitir a la gente que no tienes personalidad propia, que no eres nadie interesante, sólo uno más; por eso los uniformes de colegios o los trajes de oficina son negros, para ser… uno más —cogió una piedrecita del arcén que se había despegado de la carretera y la observó mientras la daba vueltas entre su dedo pulgar y corazón—. ¿Sabes? Siempre pensé que serías tú el que vendría a mi entierro, pero parece que la vida es así, aleatoria -lanzó la piedra como si tirase una moneda al aire, y se quedó en blanco un momento, pensando en esa pequeña piedra.

»No entiendo qué hacías a las once de la noche borracho y conduciendo, la verdad. O sea, ¿tan bueno está el alcohol que no podías parar de tomarlo? Día tras día, noche tras noche, bebiendo botellas y botellas de cerveza. Ni si quiera estaba tan buena. Admito que alguna vez la he probado mientras no mirabas, pero… no lo entiendo de todas formas. Cuando tomas alcohol, te emborrachas, y haces cosas estúpidas de las que luego te arrepientes, pero aun así seguías bebiendo y bebiendo… ¿O acaso te gustaba esa sensación? —juntó los pies más a su cuerpo para poder apoyarse en sus propias piernas inclinándose hacia delante.

»Nunca fui lo suficientemente buena para ti. Siempre que no estabas borracho te quejabas de mí, de que no sacaba las mejores notas, que no era la mejor, que no llegaré a nada en la vida… No apreciabas mi esfuerzo, ni mi dedicación. Nunca fue suficiente para ti, papá —notó cómo la mirada se le volvía borrosa—. ¿Te quedaste a gusto después de esos guantazos. Esos empujones y berridos? —una lágrima se deslizó por su mejilla derecha. Apoyó la frente en las rodillas y empezó a sollozar, apretando las piernas contra su cuerpo con ayuda de sus brazos. Pasaron al menos 5 minutos hasta que se calmó del todo. Volvió a poner los pies en la carretera, apoyando las manos detrás de ella y dejándose caer hacia atrás, quedando sedente­, se apoyó en una y se secó las lágrimas con la muñeca.

»Cuando nadamos a crol, usamos los brazos con un movimiento circular, acompasado con un aleteo de piernas constante. Si intentamos usar solo los brazos, de manera automática se mueven las piernas, aunque intentemos no usarlas, porque la costumbre ha hecho que lo hagamos de forma inconsciente. Del mismo modo, siempre he vuelto de clase sola a casa; y al entrar en casa, ahí estabas tú, tumbado en el sofá. ¿Qué se supone que voy a hacer ahora sin ti? Te odio, por todo lo que has hecho, todo lo que me has hecho sufrir, y nunca seré capaz de perdonarte, pero aun así, aquí estoy, pensando en ti —Marta se incorporó de nuevo y cruzó las piernas, quedando una encima de otra en forma de “X”—. Odio la imperfección del humano. Odio el hecho de ser un animal que necesite relacionarse. Es horrible tener que hablar para mantener la estabilidad mental y no volverme loca… En fin…

»A pesar de todo, Papá; te quiero. No porque yo quiera, sino porque eres mi padre. Sé que todo lo hacías porque no querías que fuese como tú, un fracaso. Querías lo mejor para mi, aunque no usases los métodos más adecuados, lo intentabas… Gracias. Al final, me has enseñado que…».

—Marta, nos vamos —dijo su tía Berta con una sonrisa forzada mientras apoyaba su mano en la cabeza de Marta.

—Sí, ahora voy ­ —respondió mientras se levantaba de la acera y se sacudía el polvo de las piernas. Fue en dirección al coche negro de su tía, pasando de largo la gran verja, y echando una última mirada a lo que quedaba de su padre; un recuerdo de piedra sobre una explanada llena de historias.

Roberto Almeida Torres
Estudiante de Bachillerato



martes, 14 de noviembre de 2023

El hombre: la criatura suprema

El pensamiento filosófico de Aristóteles afirma que el hombre es la unión sustancial del cuerpo (soma) y del alma, y es un ser inteligente.

Aristóteles, discípulo de Platón, discrepa con su maestro. Platón sostiene que alcanzamos el conocimiento gracias a la “reminiscencia”, es decir, gracias a los recuerdos del “mundo de las ideas” que tiene nuestra alma, ya existente antes que nuestro cuerpo.

Sin embargo, Aristóteles plantea que el conocimiento viene dado por la información que vamos adquiriendo desde niños y que se va anotando en una tabula rasa. Para Aristóteles nacemos como esa tabla, vacía, sin nada escrito y nuestro cerebro se va configurando con los conocimientos que vamos adquiriendo y reflejando en la misma.

Ese conocimiento parte de lo que percibimos a través de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia, y por ello podemos afirmar que hay dos momentos implicados en el conocimiento: el conocimiento sensible y el conocimiento intelectual.

El primero, lo poseemos tanto los animales como los seres humanos y nos permite percibir un objeto sensible a través de los sentidos externos, con la consecuente producción de sensaciones. Por ejemplo: el tacto capta texturas; la vista, imágenes; el gusto, sabores; la nariz, olores y el oído, sonidos y cuando se unifican las distintas informaciones que nos llegan a través de todos ellos desarrollamos el sentido común que nos permite provocar una percepción. De ahí el sentido común pasamos al sentido interno, que da lugar a la memoria y a la imaginación. Con la memoria ya podemos retener un objeto en nuestro cerebro tal cual es, y con la imaginación podemos modificarlo: cambiar su textura, color, etc… generando una imagen final que se queda registrada en nuestro cerebro.

El segundo, es el conocimiento intelectual, que es el que nos diferencia de los demás seres. Tiene tres funciones: la abstracción, el juicio y el raciocinio.

La abstracción abarca tanto el entendimiento agente, que corresponde a la abstracción de nuevos conceptos de manera universal, como el entendimiento paciente, por el que no abstraemos lo universal sino que ya lo conocemos. El juicio es la capacidad que tenemos para determinar si algo es verdadero o falso, simple o compuesto, afirmativo o negativo, asertivo, probable o necesario y universal o particular. El raciocinio es la conclusión final de dos juicios que da lugar a una nueva proposición y que, por definición, es la capacidad que tenemos de ejercitar la razón y, en consecuencia, el pensamiento.

Cuando nosotros, los sujetos, conocemos los objetos, llegamos a la verdad, que es la adecuación entre los dos.

En conclusión, el hombre es el único ser que por su conocimiento puede llegar a la verdad y eso nos configura como seres superiores al resto de las criaturas de la creación. Tenemos la capacidad de conocer y reflexionar sobre lo conocido. Somos capaces de pensar y de elaborar conclusiones que nos permiten tomar las decisiones que configurarán nuestra vida. Cualquiera de los otros seres con los que convivimos no podrán nunca alcanzar este estado al estar limitados por disponer solo de conocimiento sensible.

Marcos Segovia Hernández
Estudiante de Bachillerato



jueves, 28 de septiembre de 2023

El suspiro del jacinto o la utilidad de la belleza

En la plácida orilla de un río de plata, allá donde las ninfas vagaban y los cisnes lucían su albo plumaje, vivían, como hermanos, sauces nobles, guijarros de rostros pulidos con esmero, aves errantes de terso canto y un jacinto del color del oro. Refulgía el jacinto con el sol de las largas tardes estivales, dormitaba bajo mantos de rocío y contemplaba ensimismado el suave vuelo de las golondrinas. Se alborozaba con el rumor del río entre las piedras sedosas que, junto al trino del ruiseñor y los susurros de las hojas de los sauces, formaba una música que él llamaba divina, y suspiraba ante sus libres compases. Suspiraba, también, al oír la risa tenue de las parejas de amantes que, pletóricas de sueño y juventud, se alejaban del pueblo para sentarse sobre la pulcra hierba y dejarse arder entre besos y eternas caricias. Suspiraba, también, al escuchar el lamento de las tórtolas, y al ver teñirse el horizonte de púrpura y de fuego. Suspiraba, en fin, a cada rato, conmovido por el más ínfimo dulzor de los aires.

Sus hermanos, sin embargo, lo miraban con cruel celo y desprecio. Decíanle los guijarros:

–Tú que te jactas, Jacinto, de nacer de la noble pasión de Febo, y que salpicas tu fragancia al aire; dime, ¿qué es lo que tienes para ofrecernos? Pues nosotros, tan quietos y silentes, construimos la senda del fresco río, que bendice al pueblo con su caricia. Los lánguidos sauces albergan reinos enteros de hormigas laboriosas y ofrecen sombra a los amantes que en el ardiente verano la buscan; los ruiseñores cuidan y alegran con su canto a los campos y la hierba alimenta a las ovejas que hambrientas la toman. Tú, en cambio, tan sólo te yergues, luciendo vanas flores durante todo el día y, con la mirada perdida, dejas escapar por tus labios ridículos suspiros. ¡No eres tú, pues, Jacinto, útil de ninguna manera a tus hermanos!

El jacinto bajaba la mirada, avergonzado y pesaroso:

–Es cierto esto que alegan mis hermanos, pues me veo incapaz de responder a su pregunta. ¡Cierto es, entonces, que carezco de utilidad y de valor! –cavilaba, dolorido. No obstante, por no poder huir, seguía erguido entre la hierba, limpia y olorosa, y entre el zumbido de festivas abejas. Seguía, luciente, bajo el sol y oscilaba bajo la luna y sus estrellas. Seguía, también, suspirando sin cesar.

Sus hermanos, hartos, comenzaron a hostigarlo. Trató el río de arrancarlo, mas no alcanzó su mano; trató el guijarro de herirlo, mas, carente de alguien que lo lanzara contra la flor, no pudo lograrlo; trató de arañarlo el sauce, mas por no partir su tronco, no se inclinó lo suficiente. Así, cansados y furiosos, acudieron a la brisa, temida por su fuerza. Le hablaron del jacinto y de su inutilidad, e infundieron en ella una rabia impetuosa al decir que él, con sus suspiros, la estaba desafiando. Por ello, la brisa, henchida en su furor, se dirigió al río para destruir a la flor. Tal fue la fuerza de su soplido, tal la garra y el afán de su ataque, que acabó por despojar al jacinto de todas sus fragantes y áureas hijas. Éstas, temblando, fueron esparcidas por los aires. Vagaron entonces, agitadas en sollozos y temores por la brisa, y cada una terminó en un lugar diferente, en busca de una nueva familia.

Así, se hundieron algunas en el barro; otras dormitaron en la ventana de muchachos ingenuos; quedaron otras enredadas en las ramas de algún árbol y el resto, yacentes por los bosques, terminaron por ser raptadas y devoradas por algún hambriento animalillo. Una de ellas, sin embargo, continuó revoloteando ligera por los aires y su suspiro fue eterno. Había comprendido que la flor, por ser flor, ha de suspirar para siempre, alejada de barro y disputas.

Isidro Vicente Molina
Estudiante de Filología Clásica



miércoles, 19 de abril de 2023

La última de Joxian

Joxian nunca tuvo mucha fe. Llevaba sin pisar una iglesia quince años, desde su primera comunión. Ahora recorría el pasillo central del templo como quien camina por la calle, soltando tacos y mirando de reojo a todos lados como buscando un sitio cómodo donde sentarse. Parecía un perro callejero buscando la farola adecuada donde poder mear a gusto.

Había probado con los bancos de madera, pero su espalda se retorcía como las caras dolientes de los santos. Así que decidió darse una vuelta a ver si encontraba algo mejor. Probó todo tipo de superficie donde dejarse caer: la silla curial, los bancos laterales, los del altar, las salidas de aire del garaje inferior del templo… La iglesia era antiquísima y se encontraba en un estado deplorable por el paso del tiempo. Las paredes estaban agrietadas y la madera podrida: parecía un cadáver en descomposición. El granito estaba gélido, desprovisto del más mínimo atisbo de vitalidad. Tras un rato de búsqueda, vio unas puertas que no había investigado todavía:

-Joder, ya sé lo que es esto -pensó Joxian-, ¡es un confesionario!

Se asomó por la puerta del cura y al fin halló lo que tanto buscaba: una silla con respaldo y asiento acolchados. Tenía incluso reposabrazos. Se sentó complacido y cerró la puerta para más intimidad.

-Mierda de coche -pensó Joxian-. Últimamente no gasta gasofa, la engulle como niño tragón. Tenía que dejarme tirado en el pueblo más desierto de Vizcaya. El único sitio donde no hace calor es en esta mierda de iglesia. Y todavía queda media hora para que lleguen los del seguro, joooodeeeeer.

Joxian estaba absorto en sus pensamientos cuando de repente oyó a alguien arrodillándose al otro lado. Notó un silencio prolongado y alguien susurró:

-Ave María purísima.

Joxian no había oído a nadie entrar, pero reprimió su sorpresa y decidió seguirle el rollo. Carraspeó un poco para hacerse el distraído y le dijo:

-Eh… sí, sin pecado concebida. ¿De qué te quieres confesar?

-Padre, he ofendido gravemente a Dios. Llevo ocho años sin confesarme, pero espero que aún pueda perdonarme.

-No te preocupes -improvisó Joxian-, nadie es perfecto. Cuéntame ¿qué pecados has cometido?

-Bu-ueno, yo… -el hombre misterioso se calló y hubo un silencio incómodo; luego continuó- he… discutido con mi mujer, ehh… me he aficionado bastante a la bebida, no suelo ir a misa…

-Todo eso es normal, ¿por qué no te iba Dios a perdonar?

-Ya… -el confesado tomó aire y siguió- he… reñido con mis padres, últimamente miento más de lo que quisiera…

-Mal, hijo, mal. La mentira emponzoña el alma, te lo dice alguien que sabe. Sigue, perdona.

-Si-í, sí. Esto… a veces grito a mis hijos, soy un poco agarrado con el dinero, he sido bastante envidioso y… -paró un momento y espetó repentinamente- he asesinado a mi mujer y he troceado su cadáver.

-¡¡¡Coño!!! -gritó Joxian-. ¿Estás enfermo? Yo me largo -Joxian le dio una patada a la puerta del confesionario y salió corriendo de la iglesia blasfemando y dando voces-. ¡Estás pinzao, hermano! ¡Estás como una cabra!

El confesado se quedó de rodillas, perplejo ante la reacción del “sacerdote”. Estuvo quince minutos estático y, al ver que no volvía, se largó.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 12 de abril de 2023

Autobiografía de un humanista frustrado

Este relato no trata sobre gansos ni leones, tampoco de enanos o elfos, sino que narra la historia de la introducción a la literatura de un “iletrado”.

A sus diecisiete años, Miguel era un chico sin interés alguno en el arte, la literatura y mucho menos en la poesía. Siempre se había alejado de esas cosas inútiles y banales para alguien que le gustaba autodenominarse como “una persona de ciencias”. A pesar de ser alguien que se relacionaba bastante con otros individuos, nunca salía de su zona de confort y se negaba a conocer a humanista alguno bajo el pretexto de que eran gente muy rara. Siempre tuvo la firme convicción de que ni saber latín ni filosofar ponían pan sobre la mesa y que había que pensar en el futuro.

Un verano, sin saber muy bien cómo sucedió, acabó en un campamento de humanidades. Fue allí donde descubriría que no eran tan distintos. Al fin y al cabo, también a él le gustaba reflexionar sobre el porqué de las cosas. Todo esto desembocó en que los ahí presentes engatusaron a Miguel con falsas promesas de té y comida gratis en un club de literatura sin compromiso alguno y él accedió.

El grupo al que le invitaron resultó no ser lo que le prometieron, porque le obligaron a llevar pasteles si no presentaba un escrito y lo leía frente a todos. Miguel no estaba por la labor de dar nada a nadie, así que se decidió a escribir. Como buen procrastinador que era lo dejó todo para el último día antes de la fecha acordada. Y ahí estaba él, con las manos entrelazadas sobre la cabeza y esta hundida en las piernas, desesperado y angustiado, pensando en cualquier manera de librarse de aquel aprieto. De pronto, entre todo el agobio que sentía, le vino una idea a la cabeza, se sentó en su escritorio, cogió el bolígrafo y comenzó a escribir: “Este relato no trata sobre gansos ni leones...”.

Miguel Puente Fernández

Estudiante de Bachillerato